El pronombre “mis” hijos nos da una falsa sensación de propiedad. No importa si son adoptados o si les dimos a luz, crecemos con la idea de que son nuestros, como si fueran posesión. Es cierto que son parte de nuestra familia y que dentro de esta familia nosotros en jerarquía somos los padres, situación que conlleva a tener autoridad moral y capacidad de visualizar lo más conveniente para ellos. Sin embargo no podemos dejar de tener consciencia de que cada uno de ellos es un individuo único e irrepetible.
Hay una diferencia importante en lo que respecta al término control. Uno puede pensar, pues claro que tengo control sobre ellos, me tienen que obedecer, yo pongo las reglas y sé qué les permito y qué no. Cierto, una parte del control tiene que ver con poner límites principalmente para salvaguardarlos e intencionar un ambiente de crianza lo más sano posible. Nuestro mandato es estar a cargo de su seguridad y bienestar, pero esto tiene un límite claro. Si no conocemos este límite, cometeremos el error de creer que tenemos el control de quiénes son intrínsecamente[1].
Antes de que nazca nuestro bebé podemos fantasear sobre cómo será, qué le daremos y el tipo de vida que queremos que tenga. La realidad es que criar a nuestros hijos rara vez se ajusta a nuestros planes predeterminados. Esa pequeña personita, indefensa que llega al mundo, requiere de muchos cuidados y atención pero poco a poco va creciendo y haciéndose más independiente. Como padres podemos sentirnos responsables de su éxito y felicidad llevándonos a tener la necesidad de controlar sus estados de ánimo, comportamiento y opciones y podemos caer en el error de limitar su elecciones, no permitirle realizar ciertas actividades o simple y sencillamente cortarles las alas por querer que se ajusten a ese ideal que tenemos en nuestra mente.
Tsabary, S. (2016) nos recuerda que el único control que tenemos como padres involucra nuestros propios sentimientos y reacciones junto con las condiciones que establecemos en el hogar.[2] La dificultad viene cuando no queremos reconocer nuestros propios sentimientos (y buscar trabajarlos) o no deseamos tampoco hacernos responsables de las condiciones que proporcionamos en casa en cuanto clima y recursos (tanto físicos como emocionales). Cuando esto sucede resulta más sencillo querer controlar a nuestros hijos en vez de enfrentar y resolver lo que nos toca.
Nuestros hijos son quienes son, vienen a nosotros con su propio temperamento y su forma de relacionarse con el mundo. Nuestra responsabilidad es hacernos conscientes sobre qué estamos haciendo (o dejando de hacer) para que nuestros hijos se comporten de una determinada manera. También nos toca guiarlos, cuidarlos, quererlos y preguntarnos qué tipo de entorno estamos estableciendo que pueda ayudarles a sacar lo mejor de ellos mismos.
Nosotros allanamos el camino pero ellos eligen cómo caminan. Nos toca escuchar, guiar, aconsejar y sí, a veces limitar y corregir, todo en aras de cuidarlos y que aprendan a cuidarse a sí mismos y ser autónomos. Pero hay que recordar que nuestros hijos no nos pertenecen, no son nuestra imagen y semejanza ni van a venir a cumplir los sueños que yo no pude cumplir, o a pagar las deudas (emocionales) que tengo. Vienen a caminar junto a nosotros, a enseñarnos, retarnos y ayudarnos a seguir creciendo juntos.
Referencia: Tsabary, S. (2016). The Awakened Family. How to Raise Empowered, Resilient, and Conscious Children. Penguin Books: United States of America.
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