En el campo, una pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos.

Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón. Pero uno, no rompió.

– ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún?

–Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… –dijo la pata echada y una vieja pata, al ver el tamaño del huevo le dijo: “Ese huevo no es tuyo, ¡es de pava! Es muy grande”. Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó: –¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros.

Al otro día hizo un tiempo maravilloso para todos era felicidad, menos para el Patito Feo.

–¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo. Y le dio un picotazo en el cuello.

–¡Déjenlo tranquilo! –dijo la mamá–. No le está haciendo daño a nadie.

– El pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.

El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo. Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor.

Entonces el patito huyó del corral. Hasta que llegó al pantano, donde había otros patos.

–¡Eres más feo que un espantapájaros! –dijeron los patos salvajes–.

Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, un perro le acercó el hocico y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo! El patito dio un suspiro de alivio.

–Por suerte soy tan feo que ni los perros tienen ganas de comerme –se dijo.

Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies. Hasta que llegó a una cabaña y a hurtadillas, se metió.

En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, la gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernascortas”. Era una gran ponedora. Esta familia lo acogió todo el invierno, pues la anciana era ciega y pensaba que el patito era una pata que se le había perdido.

Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.

¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un lago. Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos. El Patito Feo nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas.

–¡Sí, mátenme, mátenme! –gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne!

Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban.

–Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.

 

Hans Christian Andersen