De Michael Ende
Fragmento
Esta era la inscripción que había en la puerta de cristal de una tiendecita, pero naturalmente sólo se veía así cuando se miraba a la calle, a través del cristal, desde el interior en penumbra.
Afuera hacía una mañana fría y gris de noviembre, y llovía a cántaros. Las gotas correteaban por el cristal y sobre las adornadas letras. Lo único que podía verse por la puerta era una pared manchada de lluvia, al otro lado de la calle. La puerta se abrió de pronto con tal violencia que un pequeño racimo de campanillas de latón que colgaba sobre ella, asustado, se puso a repiquetear, sin poder tranquilizarse en un buen rato.
El causante del alboroto era un muchacho pequeño y francamente gordo, de unos diez u once años. Su pelo, castaño oscuro, le caía chorreando sobre la cara, tenía el abrigo empapado de lluvia y, colgada de una correa, llevaba en la espalda una cartera de colegial. Estaba un poco pálido y sin aliento pero, en contraste con la prisa que acababa de darse, se quedó en la puerta abierta como clavado en el suelo.
Ante él tenía una habitación larga y estrecha, que se perdía al fondo en penumbra. En las paredes había estantes que llegaban hasta el techo, abarrotados de libros de todo tipo y tamaño. En el suelo se apilaban montones de mamotretos y en algunas mesitas había montañas de libros más pequeños, encuadernados en cuero, cuyos cantos brillaban como el oro. Detrás de una pared de libros tan alta como un hombre, que se alzaba al otro extremo de la habitación, se veía el resplandor de una lámpara. De esa zona iluminada se elevaba de vez en cuando un anillo de humo, que iba aumentando de tamaño y se desvanecía luego más arriba, en la oscuridad. Era como esas señales con que los indios se comunican noticias de colina en colina. Evidentemente, allí había alguien y, en efecto, el muchacho oyó una voz bastante brusca que, desde detrás de la pared de libros, decía:
—Quédese pasmado dentro o fuera, pero cierre la puerta. Hay corriente.
El muchacho obedeció, cerrando con suavidad la puerta. Luego se acercó a la pared de libros y miró con precaución al otro lado. Allí estaba sentado, en un sillón de orejas de cuero desgastado, un hombre grueso y rechoncho. Llevaba un traje negro arrugado, que parecía muy usado y como polvoriento. Un chaleco floreado le sujetaba el vientre. El hombre era calvo y sólo por encima de las orejas le brotaban mechones de pelos blancos. Tenía una cara roja que recordaba la de un buldog de esos que muerden. Sobre las narices, llenas de bultos, llevaba unas gafas pequeñas y doradas, y fumaba en una pipa curva, que le colgaba de la comisura de los labios torciéndole toda la boca. Sobre las rodillas tenía un libro en el que, evidentemente, había estado leyendo, porque al cerrarlo había dejado entre sus páginas el gordo dedo índice de la mano izquierda… como señal de lectura, por decirlo así.
El hombre se quitó las gafas con la mano derecha, contempló al muchacho pequeño y gordo que estaba ante él chorreando, frunciendo al hacerlo los ojos, lo que aumentó la impresión de que iba a morder, y se limitó a musitar: —¡Vaya por Dios! —Luego volvió a abrir su libro y siguió leyendo. El muchacho no sabía muy bien qué hacer, y por eso se quedó simplemente allí, mirando al hombre con los ojos muy abiertos. Finalmente, el hombre cerró el libro otra vez -dejando el dedo, como antes, entre sus páginas- y gruñó:
—Mira, chico, yo no puedo soportar a los niños. Ya sé que está de moda hacer muchos aspavientos cuando se trata de vosotros…, ¡pero eso no reza conmigo! No me gustan los niños en absoluto. Para mí no son más que unos estúpidos llorones y unos pesados que lo destrozan todo, manchan los libros de mermelada y les rasgan las páginas, y a los que les importa un pimiento que los mayores tengan también sus preocupaciones y sus problemas. Te lo digo sólo para que sepas a qué atenerte. Además, no tengo libros para niños y los otros no te los vendo. ¿Está claro?
Todo eso lo había dicho sin quitarse la pipa de la boca. Luego abrió el libro otra vez y continuó leyendo.
El muchacho asintió en silencio y se dio la vuelta para marcharse, pero de algún modo le pareció que no debía aceptar sin protesta aquel sermón, y por eso se volvió otra vez y dijo en voz baja:
—No todos son así.
El hombre levantó despacio la vista y se quitó de nuevo las gafas.
—¿Todavía estás ahí? ¿Qué hay que hacer para librarse de ti, me lo quieres decir? ¿Qué era eso tan importantísimo que has dicho?
—No era importante —respondió el muchacho en voz más baja todavía—. Sólo que… no todos los niños son como usted dice.
—¡Vaya! -El hombre enarcó las cejas fingiendo asombro—. Entonces, tú eres sin duda una excepción, ¿no?
El muchacho gordo no supo qué responder. Sólo se encogió ligeramente de hombros y se volvió otra vez para irse.
¡Vaya educación! —oyó decir a sus espaldas a aquella voz refunfuñona—. Desde luego no te sobra, porque, si no, te hubieras presentado por lo menos.
—Me llamo Bastián —dijo el muchacho—. Bastián Baltasar Bux.
—Un nombre bastante raro —gruñó el hombre—, con esas tres bes. Bueno, de eso no tienes la culpa porque no te bautizaste tú. Yo me llamo Karl Konrad Koreander.
—Tres kas —dijo el muchacho seriamente. —Mmm -refunfuñó el viejo—. ¡Es verdad! Lanzó unas nubecillas de humo.
—Bueno, da igual cómo nos llamemos porque no nos vamos a ver más. Ahora sólo quisiera saber una cosa y es por qué has entrado en mi ienda con tanta prisa. Daba la impresión de que huías de algo. ¿Es cierto?
Bastián asintió. Su cara redonda se puso de pronto un poco más pálida y sus ojos se hicieron aún mayores.
—Probablemente habrás asaltado un banco —sugirió el señor Koreander—, o matado a alguna vieja o alguna de esas cosas que hacéis ahora. ¿Te persigue la policía, hijo?
Bastián negó con la cabeza.
—Vamos, habla —dijo el señor Koreander—. ¿De quién huyes? —De los otros.
—¿De qué otros?
—Los niños de mi clase.
—¿Por qué?
—Porque… no me dejan en paz.
—¿Qué te hacen?
—Me esperan delante del colegio.
—¿Y qué?
—Me llaman cosas. Me dan empujones y se ríen de mí.
—¿Y tú te dejas?
El señor Koreander miró al muchacho un momento con desaprobación y preguntó luego:
—¿Y por qué no les partes la boca?
Bastián lo miró asombrado.
—No… no quiero. Además… no soy muy bueno boxeando.
—¿Y qué tal la lucha? —quiso saber el señor Koreander—. Correr, nadar, fútbol, gimnasia… ¿No se te da bien nada de eso?
El muchacho dijo que no con la cabeza.
—En otras palabras —dijo el señor Koreander—, que eres un flojucho, ¿no?
Bastián se encogió de hombros.
—Pero hablar sí que sabes —dijo el señor Koreander—. ¿Por qué no les contestas cuando se meten contigo?
—Ya lo hice una vez… —¿Y qué pasó?
—Me metieron en un cacharro de basura y ataron la tapa. Estuve dos horas llamando hasta que me oyó alguien.
—Mmm —refunfuñó el señor Koreander—, y ahora ya no te atreves. Bastián asintió.
—O sea —dedujo el señor Koreander—, que además eres un gallina. Bastián bajó la cabeza.
—Y seguramente un pelota también, ¿no? El mejor de la clase con todo sobresalientes, y enchufado con todos los profesores, ¿verdad?
—No -dijo Bastián conservando la vista baja—. El año pasado se me cargaron.
—¡Santo cielo! —exclamó el señor Koreander—. Una nulidad en toda la línea.
Bastián no dijo nada. Sólo siguió allí. Con los brazos colgantes y el abrigo chorreando. —¿Qué te llaman para burlarse de ti?
—No sé… Todo lo que se les ocurre.
—¿Por ejemplo?
—¡Gordo! ¡Gordote! ¡Sentado en un bote! Si el bote se hunde, el Gordo se funde. ¡Bueno está que abunde!
—No es muy ingenioso —opinó el señor Koreander—. ¿Y qué más? Bastián titubeó antes de hacer una enumeración.
—Chiflado, bólido, cuentista, bolero…
—¿Chiflado? ¿Por qué?
—Porque a veces hablo solo.
—¿De qué, por ejemplo?
—Me imagino historias, invento nombres y palabras que no existen, y cosas así. —¿Y te lo cuentas a ti mismo? ¿Por qué?
—Bueno, porque no le interesa a nadie.
El señor Koreander se quedó un rato en silencio, pensativo.
—¿Qué dicen a eso tus padres?
Bastián no respondió enseguida. Sólo al cabo de un rato musitó:
—Mi padre no dice nada. Nunca dice nada. Le da todo igual.
—¿Y tu madre?
—No tengo.
—¿Están separados tus padres?
—No —dijo Bastián—. Mi madre está muerta.
En aquel momento sonó el teléfono. El señor Koreander se levantó con cierto esfuerzo de su sillón y entró arrastrando los pies en una pequeña habitación que había en la parte de atrás de la tienda. Descolgó el teléfono y Bastián oyó confusamente cómo el señor Koreander pronunciaba su nombre. Luego la puerta del despacho se cerró y sólo pudo oír un murmullo apagado.
Bastián se puso en pie sin saber muy bien lo que le había pasado ni por qué había contado y confesado todo aquello. Le molestaba que le hicieran preguntas. De repente se dio cuenta con horror de que iba a llegar tarde al colegio; era verdad, tenía que darse prisa, correr… pero se quedó donde estaba, sin poder decidirse. Algo lo detenía, no sabía qué.
En el despacho seguía oyéndose la voz apagada. Fue una larga conversación telefónica. Bastián se dio cuenta de que, durante todo el tiempo, había estado mirando fijamente el libro que el señor Koreander había tenido en las manos y ahora estaba en el sillón de cuero. Era como si el libro tuviera una especie de magnetismo que lo atrajera irresistiblemente.
Cogió el libro y lo miró por todos lados. Las tapas eran de color cobre y brillaban al mover el libro. Al hojearlo por encima, vio que el texto estaba impreso en dos colores. No parecía tener ilustraciones, pero sí unas letras iniciales de capítulo grandes y hermosas. Mirando con más atención la portada, descubrió en ella dos serpientes, una clara y otra oscura, que se mordían mutuamente la cola formando un óvalo. Y en ese óvalo, en letras caprichosamente entrelazadas, estaba el título.