Espera…. es una palabra casi inconcebible para un niño en la actualidad. Actividades como tener que postergar el siguiente capítulo de su serie favorita hasta la siguiente semana, tener que esperar a que el modem se conectara vía telefónica para poder entrar a internet y tener que escribir la dirección web completa incluyendo el http:// son cosas que desconocen. Situaciones como el saber que alguien le había llamado hasta que regresaba a casa, tener que buscar el significado de una palabra en el diccionario diciendo de memoria el abecedario para ubicar la página correcta…  Buscar las famosas monografías en la papelería donde había que subrayar lo importante en la parte de atrás para luego copiarlo a mano sin antes medir el espacio en el cuaderno donde iría pegada la estampita… esperar… es lo que a los adultos les tocó hacer durante toda su infancia.

¿Qué pasa actualmente cuando se le lleva a un niño al bosque? ¿Al rancho? ¿A cualquier lugar del planeta sin conexión WiFi? Pasa una escasa hora de haber llegado y lo primero que escuchan los adultos es “estoy aburrido”. Al señalarles las diversas opciones que tienen para jugar como ir a explorar el bosque, jugar carreras, escondidas, un juego de mesa que hay por ahí, la mirada de los chicos parece decir al adulto “¿Estás loco?”. ¿Qué ha sucedido que los niños ya no juegan como antes y se aburren rápidamente?

Lo que ha sucedido es una infancia inmersa en avances tecnológicos inimaginables hace dos décadas. Una donde con un clic pueden, en pantalla y en segundos acceder a la información que deseen porque internet tiene las respuestas. Aquella donde si no hay nada que les guste en la tv pueden entrar a aplicaciones donde en una sola sentada se les permite terminar una temporada completa de una serie, capítulo tras capítulo. Una infancia donde las manecillas del reloj parecen avanzar más rápido que hace quince años. Una infancia sobre estimulada, llena de opciones, inserta en una sociedad de consumo, de una cultura desechable donde se debe tener y hacer para ser.

El exceso de actividad se ha normalizado, todo el día se corre de un lado a otro.  Pareciera que estar quieto un rato sin actividad programada es sinónimo de fracaso y está mal visto. Nunca en la historia ha habido niños tan estimulados, con tantos recursos para hacer y aprender e, irónicamente, tan aburridos.  Los niños de hoy tienen una bajísima tolerancia a la impaciencia y al aburrimiento.  En el aula por ejemplo, cuando se les pide que retroalimenten la clase, la respuesta más común es “que ponga más dinámicas”  como si la tarea del profesor fuese entretenerlos y montar un show en vez de impartir clase. Los niños de hoy difícilmente se asombran. ¿Cuántos niños saben estar en silencio? Son la generación con mayor cantidad de audífonos y quienes están teniendo problemas auditivos a edades tempranas por escuchar con alto volumen sus dispositivos.

Es cierto que los niños de hoy han nacido y crecido con la tecnología. Resulta ilusorio pensar que se les puede despegar por completo de ella. Los niños están frente a las pantallas desde bebés, vienen con el chip integrado, como dicen por ahí. Manipulan la tecnología mejor que los adultos y cuando se les cuenta que sus papás no contaban con una impresora o tenían que investigar la información de sus tareas en la enciclopedia, pareciera que los adultos de hoy hubiesen nacido en la época de las cavernas.

La tecnología no es mala utilizada con moderación, no se trata de impedir su uso, pero sí de regularlo. Es importante establecer reglas en casa sobre el uso de los aparatos electrónicos y monitorear cómo se utilizan y el contenido al que acceden por medio de ellos. Los niños pequeños no necesitan un celular y mucho menos uno con planes ilimitados de telefonía e internet. Se necesita enseñarles primero a autorregularse, medir riesgos, asumir responsabilidades, antes de darles la llave de acceso a internet donde la información y estímulos pueden llegar cual ola revolcándolos sin mayor advertencia.

Es necesario que los niños también tengan tiempo para leer, colorear, jugar juegos de mesa, pasar tiempo haciendo pasteles de lodo, jugando a la comidita o construyendo una fortaleza. En casa se puede cuidar el no tener siempre el televisor encendido, establecer horarios para los niños en el uso de los aparatos electrónicos, revisar y monitorear qué ven y con quién hablan. Hay que desacelerar y dejar que los niños se aburran, que encuentren actividades que pueden hacer. Si desde pequeños no aprenden a gestionar su tiempo libre, para cuando lleguen a la adolescencia se convierte esto en un grave problema.

La sobreestimulación genera personas dependientes de las emociones fuertes, de los estímulos y pueden algunos encontrar insoportable el sentir frustración.  Hay que dejar de planificar cada instante de la vida familiar. Esta bien si los niños tienen la tarde sin nada programado, del aburrimiento surge la creatividad. Como padres es necesario evitar resolverles todo contratiempo, hay cosas que los niños pueden hacer solos después de varios intentos.  También es necesario corregirles y señalar cuando algo no esté bien hecho y pedirles que lo corrijan (ej. tender la cama).  Los niños tienen que aprender la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal, hay que reeducar la paciencia, enseñarles a saber esperar. Solo así crecerán como adultos capaces de tolerar la frustración, con capacidad de resolver problemas y con una gran imaginación.

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